martes, 14 de febrero de 2017


.EL SOCIALISMO, LOS PARTIDOS Y LOS FUTUROS ABIERTOS
Ander Gurrutxaga Abad
Catedrático de sociología
Decía el historiador Tony Judt que numerosos países europeos practican desde hace mucho algo parecido a la socialdemocracia, pero han olvidado cómo defenderla. Ya se sabe, los “patrimonios de la humanidad” son, a veces tan evidentes, que cuesta saber qué hay que hacer para que sigan siendo “patrimonio de la humanidad”. Hoy los socialdemócratas y la socialdemocracia están a la defensiva y tratan de excusarse.
No se ha dado respuesta a los críticos que, por ejemplo, sostienen que el modelo europeo es demasiado caro e ineficiente desde el punto de vista económico. Y sin embargo, el Estado del Bienestar no ha perdido ni un ápice de popularidad entre sus beneficiarios: en ningún país de Europa ha votado el electorado a favor de acabar con la sanidad pública, la educación gratuita o subvencionada, o de reducir la provisión pública de transporte y otros servicios esenciales.
El legado socialdemócrata forma parte de lo que un tanto eufemísticamente, podemos denominar “patrimonio de la humanidad“. A veces se olvida que, el mejor legado que Europa ha hecho al mundo a lo largo del siglo XX han sido las instituciones del Estado del Bienestar y la denominada sociedad del bienestar. Pero tener esta herencia y poder mirarla todos los días no parece una justificación suficiente para defender lo que es su aportación al mundo.
La necesidad práctica de Estados fuertes y gobiernos intervencionistas está fuera de discusión. Pero nadie, o casi nadie, está repensando el Estado. Sigue habiendo una marcada renuncia a defender el sector público en nombre del interés colectivo o por principio. Es asombroso que en una serie de elecciones que se han celebrado en Europa después de la crisis financiera, los partidos socialistas y socialdemócratas hayan obtenido resultados mediocres ( Francia podía ser un caso aparte, pero paradójicamente, el programa socialista queda rápidamente desdibujado por la falta de crecimiento económico, la ineficacia del Estado en la defensa de los intereses colectivos, la parálisis para abordar el desempleo, la caída de las rentas, la falta de inversión del Estado en los sectores sociales calientes, el crecimiento de la desigualdad….), a pesar del derrumbamiento del mercado, pero demuestran ser incapaces de estar a la altura de las circunstancias.
La socialdemocracia se identificó con la izquierda, incluso en algunas lecturas con el centro izquierda, pero la definición de que es ser de izquierdas es uno de los acertijos que no termina de encontrar una interpretación asequible para todos. Más aún si se asocia con siglas u organizaciones concretas. No obstante, la discusión plantea que debe tener su propia voz. El hecho es que la crisis de los partidos socialistas en Europa -más notoria en el Sur que en el Norte- es la crisis de falta de voz, no es que se hayan quedado mudos, es que no tienen palabras para comprender lo que pasa, para explicarse a sí mismo y poder explicar a los demás, proponer una vía propia, con autoridad y confianza en lo que se dice y, mucho más en lo que se hace.
Uno de los aspectos desalentadores de las crisis es la carencia de voces. Hablan, siguen hablando, pero la forma de hablar emite ruido y agitación. Son este tipo de situaciones las que llevan a preguntar: ¿de qué o sobre qué se habla? Paradójicamente, la falta de voces se produce a la vez que se generan los problemas sobre los cuales hay que pronunciarse: las crecientes desigualdades en riqueza y oportunidades, las injusticias de clase y casta, las dificultades para asentar el relevo generacional, la corrupción, el dinero y los privilegios que cierran las arterias de la democracia. Lo que ha cambiado es que ya no basta con identificar las deficiencias del sistema y lavarse las manos, indiferentes a las consecuencias. La pose retórica de indignados sin fin, puede ser pero no ayuda nada a la izquierda.
Estamos en una era de inseguridad, donde el mejor vocablo para comprenderla es el de incertidumbre. La inseguridad es económica, es política e incluso física. Engendra miedo al cambio, a la decadencia, a los extraños, corroe la confianza y la interdependencia en la que se basan las sociedades civiles. El cambio es convulso, pero este carácter es el que obliga a definir muy bien el terreno de juego sobre el que queremos “jugar”. La socialdemocracia patenta repuestas, pero los agentes políticos que deben representarlas no saben como hacerlo, como si estuviesen superado por las circunstancias y los contextos que las definen. Da la impresión que no han sido capaces de comprender en toda su dimensión la sociedad del cambio.
Somos el producto de dos grandes transformaciones cuyas consecuencias las estamos viviendo ahora.
1. La que anuncia el tránsito de la sociedad industrial clásica- presidida por la fábrica, la clase trabajadora de mono azul, la cultura obrero industrial, la división entre propietarios, usuarios y prestadores de servicios, el urbanismo absorbente o las ciudades industriales-, a la sociedad del conocimiento, presidida por nuevas reglas de juego, el peso del conocimiento tecnológico, las nuevas formas de competir y producir, mercados globales con el peso de los analistas simbólicos, los agentes del conocimiento, las ciudades “inteligentes”( smart city) , nuevas formas y tipos de empleo, los nuevos sentidos del trabajo, etcétera.
2. Los cambios provocados por la crisis económica -de origen financiero- que pone “patas arriba” cuestiones que se creían que “ya estaban”. En algunos países se disparan las tasas de desempleo, la adaptación a la sociedad del bajo coste se hace pero, a cambio se paga mucho coste como, por ejemplo, la carencia de puestos de trabajo seguros, empleo flexible, volátil, trabajos mal pagados, precariedad en una palabra-, Estados que privatizan algunos de los recursos considerados, hasta entonces, patrimonio de la humanidad: la educación, la sanidad, los transportes públicos, las infraestructuras, la rebaja de las pensiones, las dificultades de la seguridad social, entre otros.
La justificación es siempre la misma: el Estado con sus recursos no puede enfrentarse a todas las peticiones que se hacen. El sistema fiscal, los medios de recaudación y la redistribución se quedan cortos para atender el efecto de compensación que se espera de estas instituciones. La conclusión es la siguiente: hay que repensar el Estado, sus atribuciones y, muy en especial, la política expansiva, aquella que decía que el estado puede hacerse cargo de todos los servicios que habían ido surgiendo y atender, en consecuencia, las necesidades creadas. El efecto compensador es consustancial al Estado, pero ya no se puede ejercer como los manuales del bienestar habían previsto. La consecuencia de este planteamiento es obvia: hay que revisar las funciones, atribuciones y el coste del patrimonio de la humanidad. Hay que clarificar el por qué, el para qué y el cómo de la revisión y, en su caso, del desmontaje a poner en marcha.
Había antes de las crisis, gobiernos y partidos que ya se habían puesto manos a la obra. La influencia de las doctrinas Reagan-Thachter habían dado un golpe a la tradición socialdemócrata. Ésta quiso enfrentarla con la denominada tercera vía- invento o del avispado T. Blair, con el acompañamiento de teóricos como A. Giddens, U. Beck…- al influjo del liberalismo radical en el gobierno de las sociedades occidentales. La denominada “falta de complejos” de la tercera vía, resultó un refrito mal interpretado, y para una figura carismática en ciernes como pretendía ser T. Blair, un gran fracaso político.
El resultado fue un laborismo sepultado por el peso de la novedades- especialmente llamativo las relaciones (¿nuevas o novedosas?) entre Estado y mercado, entre Estado y servicios sociales y entre Estado y políticas públicas, con la privatización de muchas de estos servicios, entregadas a la causa de la eficiencia y la eficacia. El espectáculo es estremecedor: la privatización es el escaparate para adelgazar el Estado, pero sobre todo, para quebrar la relación de confianza con el socialismo de los universos electorales tradicionales: la clase trabajadora y las clases medias. El “descubrimiento” de la política que lleva a cabo la sociedad Blair S.L. resultó ser lo contrario de lo que se pretendió. El espíritu de Marx en el Manifiesto Comunista reaparece para recordar que: “todo lo sólido se desvanece en el aire”.
La socialdemocracia europea en los gobiernos respectivos queda atrapada entre la incapacidad para entender el cambio, la corrupción de sus líderes, la crisis de los aparatos de los partidos desde los que se opera y el agotamiento de sus promesas. El resultado es que mandó a casa a un partido tras otro- ocurrió en UK, en España, en Portugal, en Francia, en los países nórdicos….-.
. Hay que clarificar tres lecciones a tener en cuenta:
El legado socialdemócrata. El manual de contenidos de esta tradición y el libro de instrucciones está vivo.
Los partidos tradicionales, socialistas, están en quiebra, en prácticamente todos los países europeos. La geografía política de Europa dice que se han quedado sin un sitio claro. Lo que demuestra que la crisis no es tanto de ese patrimonio, sino de los agentes que se encargan de hacerlo posible.
Cuando todavía-el caso de Francia es el más llamativo- se mantiene o conquista el poder, el quehacer en el que se embarcan vuelve a reiterar los viejos errores, con lo que demuestran que una de dos: o no tienen sitio y su diferencia con la derecha liberal es retórica, de palabras o no han entendido las posibilidades que abre el nuevo tiempo.
Los partidos tienen una gran tarea: aceptar el juego que les proponen el nuevo tiempo: globalización, conocimiento tecnológico, nuevas formas de empleo, nuevas maneras de educar, formas nuevas de participación, nuevas maneras de expresarse, el poder de las redes, el rol de la educación y la participación tecnológica, la construcción, en una palabra, de una nueva voz. Tienen un patrimonio, lo que no saben es qué hay que hacer con él y este sí es su drama.
Hay que enfrentar los hitos del cambio como: las ideas fuertes del relevo generacional, las formas tecnológicas de vida, las nuevas maneras de estar y participar, el rol del Estado, las relaciones entre gobierno-sociedad civil- mercados-, el papel de las políticas públicas, las nuevas formas de enfrentar la corrupción, el cambio en las formas de empleo, el nuevo papel de las ciudades, los nuevos sentidos del trabajo, los roles de la educación. Hay, en definitiva, un nuevo cuadro de problemas que aprenden que no pueden enfrentarse a ellos con la misma voz, con similares maneras o con la utilización de los mismos partidos desgastados por su ineficacia y enrocados en peleas intestinas que nadie entiende, a veces ni los que las propagan, pero donde demuestran lo difícil que es desaprender lo aprendido y la probable inutilidad de sus gestos, sonrisas o voces.
No sé donde lo nuevo y lo viejo se entrecruzan, se encuentran, a veces colaboran y otras se rechazan, pero donde el juego  casi puede decirse que “ya está“, no lo creo. Me da la impresión que estamos   ante un proceso de aprendizaje que conlleva nuevas formas de experimentar y donde veremos, como fruto de la experimentación, nuevas formas de hacer política, lo que no significa que la política tradicional y los partidos que la representan vayan a desaparecer. Estamos ante tiempos híbridos donde lo nuevo y lo viejo se entrecruzan, se encuentran, unas veces colaboran y en otras ocasiones se rechazan, pero donde el juego se produce por la necesidad de la adaptación necesaria al nuevo trasfondo de cuestiones, que no son sino el resultado de las dos grandes revoluciones que cito- la provocada por el significado y las consecuencias de la sociedad del conocimiento, las repercusiones de la crisis económica y en España la crisis del sistema político e institucional de la transición. Nada de lo que salga desde aquí será lo mismo.
Quién mejor y más rápido lo entienda, y sobre todo, quién genere más marcos de certidumbre, provocará más seguridad con sus iniciativas, más conformidad con el futuro y estará mejor situado que los demás.
La socialdemocracia y los agentes -partidos especialmente- que la representan deben decidir si acudir al cementerio de la historia para depositar el legado y que otros lo utilicen o si podrán seguir teniendo algún papel en este nuevo ciclo. Hay muchos, demasiados, signos de que la implosión “termina” con estos partidos y quizá otros, más adaptados a las nuevas formas de experimentación tomen su lugar. Ya ha pasado en algunos países y seguirá pasando. No será, en todo caso, ni el fin del socialismo ni de la socialdemocracia, será, en todo caso, el final de algunos partidos que han querido representarla. El camino ya ha empezado en algunos países, en otros está por ver.
Hay partidos socialistas en Europa que han comenzado el camino hacia la irrelevancia, que es el territorio de la implosión y el lugar donde comienza la desaparición. Insisto no es el fin del socialismo, sino de las instituciones en las que confió, quizá en exceso. Creyeron que tenían un lugar bajo el sol, y no contestaron sino que obedecieron a las leyes del colapso, pensaron que ellos eran la voz y que sin ellos el mensaje no funcionaba: se equivocaron. La historia les cogió de la mano y puede conducirles al cementerio de celebridades. No muere lo que representan, sino los soportes formales -los partidos- que se creyeron inmortales y desobedecieron las regla de oro de la evolución. Otros ocuparán su lugar y releerán sus mensajes, experimentando de otras maneras y aprendiendo a crear conocimientos de otra formas y a transferirlos de otras maneras por otros cauces y canales.

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