¿El final del multiculturalismo?
Los demócratas no han entendido el fenómeno de
la diversidad cultural. La izquierda, los liberales y las élites no tienen
contacto con el mundo industrial ni con “los otros”. Ignoran los nuevos
conflictos, quiénes están excluidos y por qué
DANIEL INNERARITY
16 FEB 2017
Uno de los hechos más sorprendentes de las
recientes elecciones americanas es que la batalla se haya saldado
principalmente en el campo de lo socioeconómico y que los conflictos que tienen
que ver con la diversidad cultural hayan sido menos relevantes. Hay quien se ha
lanzado con rapidez a declarar el final del multiculturalismo y el retorno de
otros campos de confrontación anteriores a las reivindicaciones del
reconocimiento e incluso un cierto retorno de las clases frente a la primacía
que han tenido durante estos últimos decenios las diferencias de género y
cultura.
Esta ha sido la interpretación por la que
algunos han declarado el final del multiculturalismo. Mark Lilla afirmaba en
The New York Times que el liberalismo americano ha caído en una especie de
histeria moral en relación con la identidad racial, sexual y de género que ha
distorsionado su mensaje y le ha convertido en una fuerza incapaz de unificar a
la sociedad y gobernarla. La política tiene que ver también con intereses
compartidos y propuestas para todos; incluso la defensa de una diferencia
requiere un cuadro general de gobierno basado en los derechos, sin el cual no
habrían tenido lugar las conquistas de los movimientos a favor de los derechos
de las mujeres, por ejemplo, que no querían votar de otra manera sino al igual
que los hombres. Para Lilla, explicar el éxito de Trump por el resentimiento de
un grupo de hombres blancos, rurales y religiosos impediría a los demócratas
entender que ese grupo de americanos se siente realmente como un grupo
marginado en la medida en que no encaja en ninguna de las categorías de la
acción afirmativa.
Ahora bien, si los habitantes de la América
profunda se han movilizado de esta manera, como grupo discriminado, entonces no
estaríamos ante el agotamiento del multiculturalismo sino en una fase nueva de
este, en la que simplemente se reivindica el reconocimiento de un grupo que no
estaba en el listado de los desfavorecidos: el de quienes carecían de
adscripción que justificara un reconocimiento especial. El multiculturalismo
sería criticado por no ser suficientemente multicultural. Lo que comenzó para
destruir una determinada hegemonía habría terminado por convertirse en un
instrumento contra la posible discriminación de los antiguos dominantes. Este
giro inesperado de la argumentación supondría una especie de triunfo póstumo de
la causa pluricultural. Quienes no se sienten acogidos por las categorías
raciales o sexuales que ha inventariado el multiculturalismo se estarían
vengando de él… recurriendo a una lógica multicultural. Para evitar dar la
razón a lo que se combate, Pascal Bruckner ha propuesto en Le Monde interpretar
este giro de otra manera. No se trataría de añadir una nueva particularidad a
las actualmente reconocidas, sino de sublimarlas a todas; es el retorno del
Pueblo (o la Nación), después de décadas de atención a las minorías, la vuelta
de lo social tras lo étnico.
Pudo ser un error pensar que las
reivindicaciones de las minorías iban a disolver la cuestión social
Sea de ello lo que fuere, es cierto que los
demócratas no han entendido en toda su amplitud el fenómeno de la diversidad
cultural, que incluye también aspectos conflictivos de difícil gestión. El
discurso de las élites ante la diversidad cultural carece de realismo y
sinceridad; ambas cosas resultan hirientes para quienes conviven habitualmente
con esa diversidad en sus aspectos menos idílicos. Existe un tipo de persona
progresista que se siente cosmopolita y moralmente superior porque se eleva por
encima de sus intereses cuando en realidad sus intereses no están en juego y
los que son sacrificados son los intereses de otros, más vulnerables, más en
contacto con las zonas de conflicto. Hay una forma de arrogancia e hipocresía
en las élites multiculturales porque su experiencia de la alteridad se reduce a
encuentros agradables en el bazar de la diversidad (en el consumo, la diversión
o como mano de obra barata). Son élites que no sienten la inseguridad física en
sus barrios ni la inseguridad laboral en sus puestos de trabajo. Si la
izquierda, los liberales o las élites no terminan de entender esto (salvo en
cierto modo Sanders y Trump a su manera) es porque no tienen contacto ni con el
mundo industrial ni con “los otros” y solo ven las ventajas de la globalización
o los encantos de la diversidad.
¿Cómo debemos entender entonces los nuevos
conflictos? ¿Podemos asegurar que vuelven los conflictos de clase, después de
décadas de confrontación cultural e identitaria? ¿Cómo determinar quién está
realmente excluido y por qué (si por ser mujer o pertenecer a determinada raza
o simplemente por ser pobre)? Desde luego que no están hablando desde la lógica
de clases quienes plantean reivindicaciones del estilo “Somos el 99%”. Muchas
de las protestas que han tenido lugar en los últimos años no han sido en
absoluto movilizaciones de clase sino que han formulado la oposición radical a
un sistema del que se beneficiaría una ínfima minoría y que padecería una gran
mayoría.
Es posible que haya nuevas mayorías cuando se
vuelvan a repartir cartas entre las élites y la gente
No creo que las cuestiones relativas al sexo,
la raza o la identidad vayan a desaparecer de la escena política norteamericana
ni de nuestras democracias en general. Del mismo modo que pudo ser un error
suponer que las reivindicaciones de las minorías iban a disolver la cuestión
social, se equivocaría igualmente quien tratara de volver a una lógica de clase
que no tuviera en cuenta las discriminaciones específicas de las que son objeto
todavía, por ejemplo, los afroamericanos, como pone de manifiesto el reciente
movimiento de protesta Black Lives Matter. El paradigma del reconocimiento no
invalida los problemas de redistribución. De hecho, todos los ejes de opresión
en la vida real son mixtos; suele ocurrir que quien es excluido culturalmente
sea desfavorecido económicamente. Es probable que lo más adecuado sea afirmar
que la justicia requiere hoy ser pensada a la vez como redistribución y como
reconocimiento.
Nadie ha extraído una conclusión más acertada,
aunque modesta, de esta nueva constelación que el filósofo americano Michael
Walzer: “De momento, los combates que necesitamos no han emergido todavía”. Ni
sindicatos ni partidos están en ello. Hay intereses que no están
suficientemente representados o del modo que les es debido. Emigrantes,
jóvenes, generaciones futuras, trabajadores especialmente vulnerables no pueden
ser representados como la vieja lucha sindical representó a los asalariados,
pero tampoco los partidos políticos vehiculan adecuadamente el compromiso
político de la ciudadanía. Es posible que haya nuevas mayorías que esperan
nacer, en cuanto vuelvan a repartirse las cartas entre las élites y la gente,
cuando comience el juego que vuelva a articular política, economía, sociedad y
cultura de acuerdo con las nuevas circunstancias.
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía
Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y profesor
invitado en la Universidad de Georgetown. Su último libro es La política en
tiempos de indignación.
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