TRIBUNA
La democracia tribal
Los votantes no deberíamos delegar la
responsabilidad de formarnos un criterio propio en manos ajenas. Adquirir
información sobre cuestiones políticas complejas consume tiempo y esfuerzo, de
modo que la posición del grupo tiene un gran peso
JORGE GALINDO
27 FEB 2017 – El Pais
La libertad es al partidismo lo que el aire es
al fuego. La frase es de James Madison, uno de los redactores de la
Constitución de Estados Unidos y el cuarto presidente del país. Él y otros
padres fundadores temían que la nación que estaban formando se consumiera en la
división. En mayor o menor medida, el diseño institucional americano marcó la
pauta de todas las democracias que le han sucedido. Por tanto, los miedos de
sus arquitectos deben ser también los nuestros, los de todos. ¿Puede el
faccionalismo poner en riesgo la expansión democrática? ¿Son los movimientos
sísmicos que están teniendo lugar a un lado y otro del Atlántico un indicador
de la crisis sistémica? Y, de ser así, ¿cómo se puede resolver?
En su Democracy for realists, Chris Achen y
Larry Bartels elaboran los fundamentos de la crítica y extienden una dura
mirada sobre el modelo actual. Votar no es, dicen, una expresión de
preferencias ideológicas ni de intereses claramente predeterminados por el
elector antes de ir a las urnas. Tampoco consiste en una evaluación precisa de
la tarea realizada por los gobernantes. En esencia, los autores argumentan que
el proceso de formación de opiniones, tanto en prospectiva (qué queremos que
sea de nuestro país) como en retrospectiva (cómo nos parece que ha funcionado
hasta ahora), no es tan limpio como requieren sus visiones más idealizadas.
¿Qué mueve, entonces, a los votantes? Según Achen y Bartels, es la pertenencia a
un grupo, la definición de límites entre quienes están dentro y quienes quedan
fuera. Una búsqueda conjunta de identidad, cuya suprema expresión sería, por
supuesto, el partidismo.
En este mundo, los votantes combinarían tres
fuentes para conformar sus posiciones sobre un tema determinado: su acervo de
conocimientos previos (incluyendo prejuicios y mitos), la interpretación que
del mismo les ofrece su grupo de referencia (religión, etnia, partido) y los
hechos y datos específicos que puedan recoger sobre el asunto en cuestión.
Adquirir información sobre cuestiones políticas complejas consume tiempo y
esfuerzo, así que la posición del grupo adquiere un peso particularmente
importante. Sería fácil pensar que son los individuos menos informados,
preparados o educados quienes se comportan de manera más gregaria. Pero también
erróneo: al fin y al cabo, si observamos nuestro alrededor con gafas
partidistas, cuanto más las utilicemos, mayor será nuestro sesgo. Nótese el
poder que ofrece esto a los dirigentes políticos capaces de subrayar qué
importa, qué no, por qué importa y cómo debería ser solucionado; influyendo
incluso, o sobre todo, entre las clases medias y acomodadas particularmente
interesadas en política.
Ante esto, no son pocos los que sienten la
tentación elitista, derivando cada vez más capacidad de decisión a agentes que
no deban someterse a dictado público alguno. Hasta llegar al extremo: en su
intencionadamente polémico Against Democracy, el filósofo Jason Brennan
argumenta que, si la democracia no es capaz de producir los mejores resultados
ni de representar fielmente las visiones y los intereses de los votantes, ¿no
sería razonable considerar su sustitución por un régimen alternativo que sí lo
haga? Como por ejemplo, sugiere, la epistocracia: el gobierno de los más
sabios.
La magia de las elecciones es la existencia de
una alternativa encarnada por una oposición creíble
Pero otorgar el poder a una sola porción de la
sociedad no puede asegurar una mejora en la distribución de los recursos
disponibles por una simple razón: si la nueva élite tecnócrata no tiene
incentivos a cooperar, ¿por qué iba a hacerlo? La magia de las elecciones es
precisamente la existencia de una alternativa encarnada por una oposición
creíble. Su desaparición acabaría dando la razón a quienes se sitúan justo en
el otro extremo de las alternativas ante la crisis de la democracia: la opción
populista (palabra empleada aquí en su acepción estratégica) proviene de una
aceptación completa de la idea de que la política solo puede basarse en la
definición de identidades colectivas. La herramienta fundamental del populismo,
tal y como la definen sus propios teóricos, es la construcción de un grupo lo
suficientemente amplio, difuso e incluyente como para convertirlo en una
mayoría incontestable. Pretende así luchar contra el establishment y resucitar
una democracia supuestamente secuestrada. Pero la liberación democrática no es
tal, pues el resultado paradójico de construir una nueva super-mayoría
entroniza a líderes con una enorme capacidad de mantener entre sus acólitos una
determinada visión de la realidad, hasta el punto de que es necesario un shock
de considerables proporciones para dividir al grupo preestablecido y garantizar
que la alternativa tenga opciones en el gobierno.
Si tanto la opción elitista como la populista
nos dejan con el mismo riesgo autocrático, ¿qué queda para cimentar la
evolución de la democracia? Quizá modestia sea buen punto de partida: debemos
asumir (y difundir) la idea de que el sistema democrático no aspira a evitar
todos los males, ni a resolver todos los problemas sin coste alguno, sino que
supone sencillamente un mecanismo incruento para la resolución de conflictos
inherentes a la vida en sociedad. Es, además, una herramienta cuyo límite somos
nosotros mismos y nuestra capacidad para enlazar nuestros intereses con la
acción política más adecuada para conseguirlos.
El sistema democrático no aspira a evitar
todos los males, ni a resolver los problemas sin coste
Ahí reside, pues, el margen de mejora. No en
voces de líderes salvadores, ni en complejas reformas. Una vez ubicados en el
realismo y aceptada la relevancia de la filiación grupal, la mejor palanca para
la mejora de la democracia es la multiplicación de los centros de poder,
presión, formación de identidades y altavoces. En España, por ejemplo, no está
claro si los nuevos partidos han producido un debate público más rico y matizado.
Y, sobre todo, no parece que haya dado una voz a los sin voz: por ahora la tasa
de abstención no se ha modificado, y los votantes que se han movido a las
nuevas formaciones pertenecen en su mayoría a segmentos que ya eran activos
previamente, por su extracción socioeconómica. Los perdedores del sistema
actual, si es que los hay, no se han beneficiado por el momento
En la medida de lo posible, los votantes no
deberíamos delegar toda la responsabilidad de formarnos un criterio propio en
manos ajenas. Se trata de ser conscientes de nuestra posición en la sociedad.
De entender nuestras identidades y las de quienes están a nuestro alrededor,
sobre todo las de aquellos que siguen excluidos del proceso de formación de
intereses definidos, desde un punto de vista multifacético. De comprender que
la priorización de ciertos aspectos y la filiación grupal es inevitable para
conseguir formar coaliciones que hagan la acción política efectiva; pero al
mismo tiempo nos pone en un rumbo tribal, que, si no se mide, dificulta el
paseo equilibrista que ejecutamos cada día sobre el conflicto.
Jorge Galindo es sociólogo y candidato
doctoral en el departamento de Sociología de la Universidad de Ginebra.
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