Economía colaborativa, ¿altruismo o
negocio?por Francisco Andrés Pérez
3/03/2017
Publicado en Tecnología.Blog Instituto Real
Elcano
Los
cristianos decían ‘todo lo mío es tuyo’, los socialistas, ‘todo lo tuyo es mío’
y los liberales, ‘todo lo mío es mío’. La frase se atribuye a Winston
Churchill. El acceso a recursos compartidos ha existido desde los albores de
las sociedades humanas. Lo distintivo de los humanos es que podemos colaborar
con extraños, mediante historias compartidas como creer en el mismo Dios o ser
del Real Madrid. Gracias a la revolución digital, el consumo colaborativo ha
permitido compartir en una escala y alcance antes desconocidos. En una noche,
Airbnb permite alojar a cerca de un millón de personas y tres millones de
personas se mueven al mes con Bla Bla car. De ahí que esta nueva forma de
organización social y económica, donde se prioriza el acceso a recursos y
capacidades infrautilizados sobre la propiedad de los mismos produzca efectos
disruptivos. Este potencial impacto en la forma que producimos y consumimos ha
alertado a los gobiernos y a los mercados, hasta ahora los únicos y sagrados
proveedores de orden social, bienes y
servicios.
Son muchas las razones de este despertar sin
precedentes de lo colaborativo en el seno del capitalismo de mercado. Entre
ellas el acceso al mercado de una nueva generación, los millenials, nativos
digitales con peores perspectivas que sus padres en el acceso a bienes y
servicios, muchos de ellos inmersos en la nueva clase social del precariado, con
trabajos remunerados pero en el umbral de la pobreza. Las redes sociales han
permitido también satisfacer ciertas necesidades emocionales que la comunidad
local y la familia, diluidas en la globalización ya no satisfacen. Les mueve la
pertenencia a una nueva comunidad de extraños que disfrutan de experiencias
compartidas y emociones “auténticas”, que huyen del hiper-consumismo y que
comparten su preocupación por el medioambiente.
Las plataformas sociales permiten, a través de
las opiniones y comentarios de los usuarios-productores, generar “una
pretensión de confianza”, esencial para colaborar y de las que se benefician la
reputación de las empresas que están detrás, como afirma David Murillo en su
excelente capítulo “La economía colaborativa, ¿buena para quién?” del Informe
económico y financiero de ESADE. Algunos autores como Tom Slee (What’s Yours Is
Mine: Against the Sharing Economy) han tratado de desvelar la contradicción del
término “economía colaborativa” que une el concepto de compartir, altruista y sin
ánimo de lucro, con el de actividad económica por definición orientada al
beneficio. El manifiesto de Rachel Botsman y Roo Rogers (What’s mine is yours.
Collaborative consumption is changing the way we live) anuncia la promesa de un
economía más sostenible, participativa y justa que la tradicional, sin abordar
el problema del impacto en la seguridad laboral o la igualdad de acceso. Steven
Hill (Raw Deal. How Uber Economy and Runaway Capitalism are Screwing American Workers) alerta de la amenaza a los
derechos laborales de un sistema en el que aquellos con dinero pueden contratar
de forma remota a trabajadores con pocos recursos, forzando una subasta cruel
para ver quien cobra menos por su trabajo.
El análisis, en cualquier caso, no puede ser
entre blanco y negro pues la economía colaborativa se mueve en un gran abanico
de grises. Incluye desde iniciativas “grassroots” como dar cobijo a refugiados
o cenar en casa de un loco por la
gastronomía, hasta unicornios millonarios como Uber con un millón de conductores
y valorada en 60 mil millones de dólares. El reto para los gobiernos en adaptar
nuestro orden socio-económico es mayúsculo. Tienen que aplicar las viejas
regulaciones en papel a modelos de negocio de la economía digital, con la
perversión de no poder distinguir al productor del consumidor; considerar el
impacto social, laboral y medioambiental que dichas actividades producen, sobre
todo en el ámbito local; y finalmente, han de encontrar la manera de evitar la
erosión fiscal con impuestos nuevos a transacciones sin base física alguna,
donde el valor se halla más en los datos que en los servicios ofrecidos. Según
un informe de PwC la economía colaborativa mueve ya 30 mil millones de euros y
se calcula que sobrepase los 500 mil millones en 2025, con crecimientos anuales
del 20%. Y la respuesta de los gobiernos está siendo muy desigual.
La pregunta central es: si la economía
colaborativa ha sido producto de la innovación social, ¿podrán los gobiernos
también innovar en sus políticas y regulaciones? A nivel internacional, la UE y
la OCDE han comenzado a organizar grupos de trabajo para buscar soluciones
políticas creativas. La OCDE emitió un informe que hace recomendaciones sobre
cómo evitar la erosión fiscal, reinterpretando la norma de la obligación de tener
presencia física en un país para pagar impuestos por la de tener “una
plataforma digital con un volumen considerable de usuarios en ese país”. Las
ciudades y los gobiernos también han adoptado medidas regulatorias que imponen
a las viviendas compartidas una licencia, cierta homologación en medidas de
seguridad y el pago de impuestos
relacionados con el sector turístico.
Las respuestas de los gobiernos han sido, sin
embargo, de menor alcance. Han sido más significativas las acciones de las
autoridades locales, más presionadas por el impacto directo y con competencias
directas. Dichas respuestas se pueden agrupar entre los que, temerosos del
cambio que se avecina y presionados por los sectores tradicionales y las
comunidades locales que soportan los impactos, han optado por aplicar las
herramientas de siempre (licencias, multas y burocracia), y los que, viendo
oportunidades para la creación de empleo y el aumento de ingresos por actividad
económica, han preferido sumarse a la ola e incluso liderar el cambio. Entre
los primeros, España, Francia y Alemania. Berlín, una ciudad afectada por
presión inmobiliaria, prohibió los alquileres por estancias de corta duración.
Barcelona, con medio millón de apartamentos turísticos no regulados, impuso
multas. En el otro lado, ciudades como Amsterdam buscaron acuerdos con los
principales actores de la economía colaborativa para recaudar impuestos o
reducir los efectos colaterales.
Un caso especial es el Corea del Sur. En 2012
Seúl lanzó el proyecto Sharing city que daba acceso a instalaciones públicas
infrautilizadas y apoyo financiero a emprendedores para desarrollar proyectos
colaborativos. Zipbob, una plataforma social para cenas, o My Real Trip o Play
Planet con recomendaciones para viajeros, nacieron así. Otras ciudades se han
aliado con las nuevas plataformas de carsharing para obtener datos que mejoren
las políticas de transporte y movilidad. La política se encuentra pues ante el
reto de acomodar la innovación en el viejo juego de siempre o cambiar de juego.
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