La democracia en América, ni muerta ni sencilla
Sería un error concluir que una eventual victoria de Biden
supondría una reafirmación de las glorias de los ‘founding fathers’ o un
fortalecimiento de su capacidad para gestionar conflictos. El país seguirá
dividido entre dos campos irreconciliables
Pablo Beramendi 5/11/2020
A la hora de cerrar esta nota, los resultados finales aún no
se conocen. Formalmente no se sabrán probablemente hasta finales de esta
semana. Incluso asumiendo que North Carolina y Georgia se mantendrán
republicanas, los datos apuntan a una victoria apurada de un Biden ganador en
Maine, Arizona, Michigan, Wisconsin y Nevada. Si en Pennsylvania, North
Carolina o Georgia el efecto del voto urbano, suburbano y por correo termina
por revertir la ventaja de Trump, el triunfo demócrata será más holgado. Los
resultados apuntan a que en las elecciones con la mayor participación
registrada en tiempos recientes Biden acabará ganando tanto el voto popular
como el colegio electoral. Independientemente de cómo se vayan concretando los
hechos, tres cosas parecen claras.
Primero, los factores estructurales que propiciaron el
ascenso de Trump y su triunfo siguen ahí. Las encuestas sugerían escenarios
mucho más favorables a los demócratas, basados en la percepción de que había un
alejamiento del trumpismo observable en la gran mayoría de grupos sociales:
minorías, mujeres en zonas suburbanas, jóvenes, trabajadores blancos con poca
educación en zonas desindustrializadas ignoradas, a pesar de las promesas, por
la administración. Si esto era cierto, y se tenía en cuenta el cambio
demográfico en muchos estados del sur, con jóvenes cualificados adquiriendo
mayor presencia en distritos clave, la posibilidad de un rechazo
geográficamente transversal, contundente, y temprano de Trump y sus acólitos en
el Senado parecía plausible. Este escenario se basaba también en la premisa de
que las principales agencias encuestadoras habían corregido los errores de 2016
y actualizado sus estimaciones.
Pese a la catastrófica gestión de la pandemia y de la
situación económica, Trump ha sido capaz de aumentar su base en un contexto de
gran movilización
El sueño pronto derivó en una noche pastosa. Las mismas
conversaciones sobre el tipo de sesgos y el fracaso de las encuestas en 2016
(que si sesgo de respuesta, infra representación de determinados colectivos,
desirability bias, o incluso un troleo intencional anti élite por parte de los
seguidores de Trump) emergen otra vez, dando paso a una realidad difícil de
digerir. A pesar de la catastrófica gestión de la pandemia, de la situación
económica, del paro extremo, de la incompetencia en la gestión de las ayudas
por covid, de la permanente falta de decencia con todo y todas, Trump ha sido
capaz de mantener y aumentar su base en un contexto de gran movilización.
Extremar y degradar el discurso hasta el límite ha generado grandes réditos
para el GOP (Grand Old Party), especialmente en zonas rurales que concentran
votantes de menor nivel educativo.
Segundo, hay un creciente solapamiento entre la polarización
ideológica y la polarización espacial. La distribución de preferencias deja muy
poco margen para la construcción de coaliciones que incluyan a ambos grupos. La
tensión entre las zonas urbanas y suburbanas, donde se concentran muchos
votantes demócratas, y las zonas rurales donde se dispersa el pilar fundamental
del voto republicano es un fenómeno transversal y hace depender los resultados
de marginales muy pequeños. De ahí la permanente tensión en las últimas
convocatorias que ni siquiera las extraordinarias circunstancias de 2020 han
podido eliminar. El motivo, a falta de análisis más precisos, parece residir en
el vínculo entre la polarización y el aumento de la participación.
El crecimiento de la participación parece haber beneficiado
más a los demócratas en términos relativos, pero es evidente que no se ha
concentrado sólo en ellos. Los republicanos han vuelto a movilizar a los suyos
de forma efectiva, combinando dimensiones de manera distinta según los lugares.
Hay mucho por analizar, pero las interacciones entre renta y minorías, renta y
educación, y renta y religión funcionan de manera flexible en distintos
contextos, y han permitido a los republicanos reactivar y, en algunos lugares,
incluso ampliar su base. Blancos de renta baja, ultra-católicos evangélicos de
renta y nivel educativo medio, y personas de renta alta pero escasa educación
forman parte de la coalición republicana. Es muy prematuro atribuir un efecto
causal al comportamiento de grupos específicos (los latinos de Miami y los de
Nevada o Arizona son bastante diferentes), pero el GOP tiene margen de
expansión combinando una retórica anti-Estado (después de pagarle los subsidios
a los granjeros, claro), un conservadurismo extremo, y un nacionalismo
supremacista según convenga. Como consecuencia, el trumpismo como forma de
hacer política se normaliza y consolida unas diferencias estructurales entre
demócratas y republicanos que se manifiestan tanto entre estados como dentro de
cada estado. Estas diferencias hacen muy difícil avanzar en el desarrollo de
políticas que hagan frente a problemas cada vez más urgentes.
El país seguirá dividido entre dos campos irreconciliables y
sin capacidad real para crear puentes entre ellos
El enquistamiento de la polarización, y su efecto negativo
tanto en la capacidad de control político como en la capacidad de producir
soluciones, tiene importantes consecuencias institucionales. Los poderes del
Estado ya no son un elemento de cohesión sino una pieza de caza a beneficio de
parte. Y una parte del espectro político está dispuesta a torcer las normas,
formales e informales, hasta el límite. Lo acabamos de ver con la nominación
exprés de Amy C. Barrett para el Tribunal Supremo y lo hemos padecido durante
el proceso electoral.
En este contexto, y en contraste extremo con el espejismo de
la marea azul, el período pre-electoral también ha generado reflexiones acerca
de una crisis sistémica de la democracia en los Estados Unidos. Esta interpretación
apunta a una muerte lenta, desde dentro, por acción de un deterioro
institucional acumulado, apuntillada por un Trump capaz de todo para conservar
el poder. En línea con su amenaza de no aceptar cualquier resultado que no le
dé como ganador, Trump pide a la vez que se pare el escrutinio en los estados
en los que lleva ventaja (Pennsylvania) y que siga en los que va por detrás
(Arizona o Nevada). Denuncia un fraude que sólo existe en su mente, y su
campaña pide un recuento en Wisconsin (a sabiendas de que en recuentos
anteriores, la cantidad de votos que se re-adjudicaron fue mínima). El ruido
seguirá con amenazas de batallas legales y declaraciones altisonantes que
sonrojarían en cualquier sociedad civilizada. Pero dada la transparencia y el
garantismo del proceso de recuento en los estados clave, tratar de subvertir el
resultado judicial o extrajudicialmente (vía milicias, por ej.) parece difícil.
No creo que estas elecciones supongan la culminación de la muerte lenta de la
democracia en los Estados Unidos, entre otras cosas porque no está muy claro
cuándo ha estado plenamente viva. Pero sería un error concluir que una eventual
victoria de Biden supondría una reafirmación de las glorias de los ‘founding
fathers’ o un fortalecimiento de su capacidad para gestionar conflictos. El
país seguirá dividido entre dos campos irreconciliables y sin capacidad real
para crear puentes entre ellos, en parte por las limitaciones que imponen
diseños políticos que benefician a una minoría cada vez más extrema. El electoral
college es una institución de marcado sesgo esclavista, establecida para
proteger la influencia de las élites políticas del estado de Virginia (James
Madison o Thomas Jefferson, entre otros) y ahí sigue, condicionando la elección
de uno de los poderes del Estado en 2020.
Gracias a este y otros muchos legados institucionales, una historia de
vote suppression militante por parte de las élites de gran parte del país, las
mismas que en 2013 consiguieron que el Supremo anulase importantes preceptos de
la Voting Rights Act!, y una cambiante geografía económica y política, la
democracia en América ha sido siempre un enfermo crónico. Y aquí seguirá, ni
muerta ni sencilla.
Pablo Beramendi
Revista Contexto CTXT.
www.convivenciaysolidaridad.blogspot.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario